Mis días de adolescencia iban quedando irremediablemente atrás. Había concluido de forma sobresaliente mi etapa de estudiante de Bachillerato y aprobado notablemente las pruebas de selectividad de acceso a la universidad. Disfrutaba de un merecido descanso veraniego cuando los primeros días de agosto del año 2.000 -mi madre, Carlos y yo- fuimos a visitar a la perrita de una conocida que había dado a luz, unos pocos días antes, a una camada de cachorros. Una semana más tarde, volvimos a verlos con la intención de quedarnos a uno de ellos.
Recuerdo que golpeé el suelo con las puntas de los dedos corazón e índice de la mano derecha, y al instante una bolita negra, torpe y peluda, se abría paso por encima de sus hermanos para explorar de dónde venía aquel extraño ruido. Fue entonces cuando lo tomé por primera vez en brazos y entró a formar parte de nuestras vidas.
Por aquel entonces, mi madre tenía 42 años, Carlos tan solo 12 y yo aún era menor de edad, 17 años. Acababa de entrar en casa un peluche regordete, explorador, travieso y juguetón. Le llamamos Look, que significa 'imagen' y 'mirar', porque todo lo imitaba, porque todo le llamaba la atención y porque no había nada que le pudieras ocultar sin que lo acabara encontrando.
Las primeras semanas era todo un bichillo. Cuando mi madre pasaba la fregona, se agarraba a ella fuertemente con los dientes y no la soltaba aún cuando era arrastrado por el suelo como si fuera parte de la misma. Cogió la costumbre de tragarse los calcetines de media de mi madre o los pañuelos de papel que utilizaba para sonarme la nariz. Le encantaba desayunar leche con madalenas y el paté de 'La Piara' y el jamón york eran su perdición. Dormía bajo la cama de mi habitación, donde también se escondía cuando tenía miedo de las tormentas o los petardos y cuando jugábamos a encontrarlo y entrábamos en la habitación llamándole y se quedaba quieto y callado sin hacer ruido, hasta que salía corriendo cuando veía que nos marchábamos de la habitación.
Un día que volvimos a casa, vimos que se había roto una botella de Bailys en el suelo y que Look, que aún era poco más que un bebé, con las patas cortas y cuerpo regordete, se había bebido gran parte del contenido y andaba por el pasillo de lado a lado, golpeándose con las paredes, mareado por el efecto del licor. Estuvo algún día con diarrea, pero se aficionó de qué manera al Bailys porque siempre que le ofrecías un dedo impregnado de esa crema se volvía loco en rechupetearlo.
Fue creciendo y tuvo que cambiar de refugio. Lo halló debajo del escritorio de mi habitación, donde colocamos una colchoneta y esa fue su caseta durante muchos años. Cuando me marché de casa por estudios y, posteriormente, por trabajo, Look siguió guardándome el sitio, pasando gran parte del tiempo con mi madre por el resto de la casa y refugiándose en su 'caseta' para descansar. Aquella era su habitación, tanto o más que la mía.
Dormimos muchas noches juntos, compartiendo cama, incluso cuando ya estaba en ella Regina. Cada vez el 'gordo' ocupaba más espacio, se agenciaba la almohada y se tapaba con las sabanas, estirado todo lo largo que era. Se volvía loco cuando mi hermano o yo llegábamos a casa después de clase y recorría la casa entera corriendo como un poseso, con las orejas para atrás, derrapando en las esquinas y saltando en la cama o en los sofás para poder frenar. Le encantaba montarse en coche, ir de viaje con las ventanillas bajadas.
Fue un adolescente con mucha energía, vitalidad, cariñoso, mimoso y tremendamente fiel. Bastante sinvergüenza, también. Se las sabía todas para salirse con la suya y que acabásemos dándole la chuche que le apetecía o que cenásemos cuando ya era la hora aunque no tuviéramos hambre. Nos cuidó y mimó sin descanso. Era feliz cuando lo éramos nosotros y nos mimaba cuando pasábamos por malos momentos. Fue el mejor perro que nunca pudiéramos desear. Nos hizo la vida más fácil en muchos aspectos, actuando como válvula de escape en muchas ocasiones, y el amor que el nos dio fue infinito hasta el último segundo de su vida.
Nos lamía los brazos, las manos, las piernas y la cara como si no existiera un mañana. Agradecía de esa misma manera cuando mi madre le curaba las heridas y cuando le aliviaba los dolores. Veías que se quedaba mirándote a los ojos y te lamía y sabías que te estaba agradeciendo que le cuidaras. No pudimos darle suficiente entre los tres, a todo lo que él nos dio a cada uno de nosotros. Fue nuestro bebé, nuestro hijo, nuestro hermano, nuestro amigo.
Hemos compartido con él 15 años de nuestras vidas. Hemos crecido y cambiado con él. Ahora mi madre tiene 57 años, mi hermano 27 y yo he llegado a los 32 años. El martes 16 de junio me despedí de él, lo abracé y besé. Cuando bajaba las escaleras de casa, me di cuenta de que no iba a volver a verlo nunca más y me derrumbé. Estos últimos años hemos compartido muchos menos momentos juntos, pero ha sido muchísimo lo que hemos vivido con él estos quince años. Lo quise, lo quiero y lo querré siempre. Me lo ha dado todo.
El miércoles 17 de junio sobre las 12:20 horas de la mañana, se fue para siempre. Se quedó dormido para descansar de una vida larga, buena y feliz.
Hace unos días leí una noticia en la web que explicaba que un niño llamado Luke Westbrook, de tres años, de Norfolk, Virginia, perdió a su perro, Moe al que lo unía una gran amistad. Su madre pensó en una idea para sobrellevar la pérdida de la mascota. El pequeño le escribiría una carta al "cielo de los perritos", algo que hicieron y para su sorpresa varios días después recibieron una respuesta a nombre del can, contando que estaba jugando todo el día.
El beagle de la familia Westbrook murió con 13 años el pasado mes de abril dejando una gran tristeza en la familia, pero sobre todo al pequeño Luke. El niño le dictó la carta a Moe y su madre la escribió, la puso en el buzón con la idea de recogerla después a espaldas del pequeño, pero lo olvidó. Varios días después Luke y su madre recibieron una respuesta.
"Estoy en el cielo de los perritos. Juego todo el día. Estoy feliz. Gracias por ser mi amigo. Te quiero mucho", decía la supuesta carta de su mascota.
En el remite se leía: Cielo de los perritos, nube 1.
La madre contó la historia a los medios y uno se encargó de investigar quién estaba detrás. Descubrió que una empleada de Correos decidió contestarle por la emoción que le había causado la carta del pequeño.
Ahora yo me siento como ese niño de tres años. Lo echo ya mucho de menos y siempre estará presente en mi vida. Con el nacimiento de mi hijo Lucas, volverá seguro una parte de él a nuestras vidas. El nombre de ambos tiene mucho de parecido, por lo que no se nos olvidará jamás.
Gracias por la vida que nos has dado. Siempre serás mi hermano y mi amigo. Descansa por siempre. Te quiero Looky...