Había dormido más de dieciséis horas sin interrupción. Abrió los ojos con dificultad. Se sentía aturdido, pues aún percibía los efectos de la heroína en su cuepo. Notaba una fuerte presión en su brazo izquierdo. Con movimientos torpes, acercó su mano derecha a la zona dolorida hasta que rozó con los dedos la goma elástica que utilizaba para sus dosis. Sabía que debía dejarlo. Quizás mañana.
Tomó un trago del contenido de una pequeña botella de cristal que alcanzó de la repisa de la ventana. Era un líquido turbio y caliente, con un sabor áspero y terroso. Pero era toda el agua de la que disponía. Dio dos tragos cortos y vertió el resto del agua en su rostro para despejarse. Yacía tumbado en una estrecha y mugrienta litera en la celda 2.014 de la prisión de Leipzig. Fijo sus ojos grises en el pequeño orificio circular de treinta centímetros de diámetro, por donde entraba la tenue claridad de la que gozaba, esperando una visita que desde hacía poco más de dos semanas se repetía a la misma hora de la tarde.
Mientras esperaba, tomó entre sus manos el libro que descansaba en el suelo, junto a su cama. Lo había leído infinidad de veces desde la soledad de su celda. Llevaba más de ocho años -eso le parecía- en esa apestosa habitación, a treinta metros de altura. Abrió el libro por la primera página y paseó su mirada por ella: "Metamorfosis, de Franz Kafka"; y una dedicatoria a pie de página: "Soñar es el camino. Soñar te hace libre. Sueña que no eres el preso 06.20. Eres lo que seas capaz de soñar". El ejemplar que tenía a su lado se lo había entregado su hermana cuando cumplió su primer año de cautiverio. No había vuelto a verla desde ese día.
Estando inmerso en esos pensamientos, apenas se percató de que le observaban desde la repisa de la ventana. Allí descansaba un pequeño pájaro de color azul y amarillo. Al fin había llegado. Se acercó aleteando a los pies de la cama donde empezó a picotear los restos de la cena de la noche anterior. Revoloteó y se posó, como era su costumbre, en la mano derecha del preso, sin dejar de observarse mutuamente. - Hola de nuevo, amiguito. Te prometo que mañana intentaré que tengas algo más que comer, pues veo que siempre llegas hambriento. Aquí la comida no abunda, como ves. Esta ventana está muy alta y, supongo, que el esfuerzo no vale la pena para lo que te ofrezco. Vuelve mañana. Tendré más para ti.
El pajarito movió la cabeza, pareciendo entender aquellas palabras y asentir ante esa idea.
- Cuánto anhelo la libertad de la que disfrutas. Poder volar hacia aquel horizonte que veo desde aquí. Me gustaría ser tus ojos para ver los muros desde el otro lado de esta celda. Cuéntame cómo es y qué hay allí a lo lejos.
Siguieron disfrutando de la compañía, hasta que el pequeño pájaro alzó el vuelo y desapareció por donde había llegado.
Al día siguiente volvió a asomarse a la celda, entró y picoteó las escasas sobras de la cena que el reo había podido guardar no sin esfuerzos. Se volvió a posar sobre su mano.
- Necesitas un nombre... Yo envidio lo que tienes. Sueño con vivir una vida como la tuya. Hacer lo que haces. Cuéntame, amiguito, ¿cómo ha cambiado el mundo?... Pero necesitas un nombre. Te daré mi nombre si quieres. Sully, ¿te gusta?

El pajarito se revolvió alegre y se dirigió a la ventana. Antes de desapacer, el preso le miró apesadumbrado porque no quería que se marchara de nuevo.
- ¡Sully! Volverás mañana, ¿verdad?
Sí, lo hizo. Volvió al día siguiente y muchos después. Pasaron más de cinco meses desde su primer encuentro. Cada día, a la misma hora... las mismas costumbres, las mismas conversaciones.
Cada día que pasaba, más anhelaba que llegara el momento del regreso de su amiguito y más ansiaba esa libertad de la que "Sully" disfrutaba. Mataba los ratos de espera leyendo a Kafka y volando libremente bajo los efectos de la heroína. Y soñaba...
Siempre el mismo sueño, desde su primer encuentro con "Sully". Él era "Sully". Era ese pajarito remolón de colores vivos que visitaba a su amigo en la celda de la prisión de Leipzig cada tarde. Era ese pequeñajo que se comía hambriento las sobras que encontraba a los pies de la cama. Era el pequeño pájaro que se posaba en la mano de su amigo al que oía hablar y al que no entendía ni una palabra, pero al que asentía sabiendo que eso hacía feliz a su amigo.
Pero una tarde "Sully" no regresó. Ni lo hizo los días siguientes. Pasaron semanas. El preso dejó de soñar con él. Se preguntaba qué había hecho mal, porqué se habría enfadado su amiguito. Guardaba cada vez más comida para cuando volviera "Sully" pues sabía que tendría hambre. Deseaba verlo, ansiaba soñar con él. - La heroína me ayudará - pensó. - La heroína me hará soñar con él. Sintió un minúsculo pinchazo en su brazo izquierdo y pronto se desvaneció en un sueño en el que él volvía a ser "Sully".
Volvía a volar hasta esa ventana circular. Se asomó con premura al interior de la celda, que encontró vacía. Revoloteó hasta los pies de la cama, pero allí no había nada que picotear. Aleteó nervioso por la estancia, sin saber dónde se habría metido su amigo. Esperó hasta que comenzaba a oscurecer, apoyado en la repisa de la ventana. Entonces, decidió volver a casa.

Se aventuró al exterior y voló hasta la pequeña ventana que se situaba cuatro pisos por debajo de la de Sully. Le saludó con frialdad su propietario, un maníaco obsesivo que cumplía condena desde hacía unos meses. Se hacía llamar Samsa. Al verlo regresar, Samsa abrió la portezuela de la jaula que era el hogar de "Sully". El pajarito entró en ella. No tenía agua ni comida. Tendría que esperar a que llegara el día siguiente para poder disfrutar de su libertad. Confiaba en regresar para visitar a su amigo, disfrutar de su compañía y llevarse algo al estómago. Pensando en esto, se quedó dormido.
Sully despertó. Se encontraba entre rejas y se sentía diminuto. El mundo que le rodeaba le parecía distinto. Sus brazos eran ligeros y coloridos. Miró sus patitas y casi se cae del susto. Ahora era "Sully". Su sueño se había hecho realidad. Pero seguía estando preso y, lo peor de todo, tenía mucha hambre.
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